En una aldea australiana, rodeada de polvo y viento, Iwa jugaba basquetball consigo misma. No habían más jóvenes. Todos estaban en la cárcel en New South Wales.
La aldea, Melbourne, tenía internet
y TV, radio también. Pero Iwa, hastiada de esos mundos virtuales que jamás
podría conocer en realidad, prefería jugar basquetball en
el calor. Los viejos "aborígenes" hacían comida o jugaban cartas en sus cocinas y salitas modernas.
El estado australiano se preocupaba de ellos. Sin embargo había tan
solo un miserable minimercadito en la aldea, y un bar para beber alcohol
hasta la inconsciencia por las noches.
Iwa no bebía, y compraba de vez en
cuando un helado.
El colegio más cercano quedaba a
mil kilómetros de distancia.
Iwa tenía dieciséis años de edad,
era hermosa, con su naríz chata, ojos y cabellos negros y tez morenísima.
Era el año 2009. Su rutina diaria era simple:
levantarse por las mañanas, jugar basquet y soñar con amistades por las noches, escapando así de su soledad.
Los viejos, sus padres y sus
abuelos, soñaban con volver al pasado, a los tiempos
anteriores a la invasión. Vivir en la naturaleza, comer ante
fogatas nocturnas, danzar y cantar bajo la luna. Iwa no comprendía esos
deseos centenarios. Ella era del siglo XXI, moderna y joven. Le gustaban la música de Shakira. y los jovencitos de
MTV.
¿Dónde quedará el generoso y cruel estado australiano? ...se preguntaba. ¿Y por qué mis amigos están en la cárcel?
¿Dónde quedará el generoso y cruel estado australiano? ...se preguntaba. ¿Y por qué mis amigos están en la cárcel?
Era ingenua y virgen.
Mary, su mejor amiga, había destrozado a pedradas el bar, el año pasado. Fue condenada a cinco años de prisión. Y a Doris, a siete años por patear en el suelo al dueño del minimercado. John, el joven quien al mirarla le producía placer en el estómago, sufre una condena de diez años por haberle causado un derrame cerebral al viejo George. George vive con Martha, está paralizado de la cintura para abajo. Una enfermera del Estado viene a verlos cada dos semanas.
Una noche cuando la aldea de Melbourne dormía su borrachera, Iwa se escapó. Corrió por el desierto creyendo alcanzar a otros seres humanos, ciudades, el mar. Tan sólo encontró más desierto, más soledad, y una luna llena que se burló de ella.
Volvió a su cama angustiada y derrotada.
Al día siguiente, un domingo, cuando los viejos se preparaban para celebrar el Día Nacional con cerveza y burgers, Iwa destrozó las mesas, la comida, los barriles de cerveza, las banderas y los carteles. Además, azotó con su cinturón a cuanto viejo encontró a su paso. Quemó afiches y fotografías que representaban a los auténticos aborígenes... Y defecó en la bandera australiana.
Ahora Iwa está en la cárcel.
Aquí están todos sus amigos. Y John la besa.
Lujo a la internet, swimming pool, canchas de football y basquet. Tiendas con ropa Gucci y Saint Lorenz. Un paseo de peatones y un mini metro, con guitarristas tocando la música de Shakira. Y dinero todos los meses.
¡Ah, la cárcel! Iwa agradece de toda su alma al estado
australiano.
Arte gráfico Ían Welden
Arte gráfico Ían Welden
©
Ameno aunque cruel y precisa descripción de la encrucijada en que se encuentran las sociedades altamente desarrolladas.
ResponderBorrarFelicicitaciones, Ían. Has logrado captar mi atención además de enseñarme de que todo lo que brilla no es oro...
Un beso.
Angélica.
Amigo Ian, tienes un premio a la creatividad y al trabajo en los blogs que puedes retirar en mi blog:
ResponderBorrarPREMIO SUNSHINE AWARD
Te pongo mi dirección: http://libelularias.blogspot.com/
ResponderBorrarUn abrazo gigante.