En un país paradisíaco por su sorprendente naturaleza
arrogante, ubicado allá abajo donde termina el planeta, hay un valle verde como
la esperanza y la envidia. En este valle hay una ciudad gigantesca rodeada por
cordilleras y montañas. Y en esta ciudad viven Juan, Pedro y su perro Rodrigo.
Nadie sabe realmente de dónde apareció Rodrigo. Algunos dicen simplemente que lo trajo una cigueña. Otros, que lo creó el Pillán, dios de los indios mapuches, para ayudar a Juan y Pedro en sus difíciles existencias. Pero el hecho es que Rodrigo es un perro que ama a sus dueños por sobre todas las cosas del mundo y es capaz de sorprender a los paseantes de las calles de La Ciudad del Valle con sus actos de levitación, desapariciones y cantos.
Rodrigo y los niños se instalan todas las mañanas en el centro de la ciudad y el perro canta las viejas canciones de Los Beatles con una voz profunda y bien entonada. Y luego ante los ojos atónitos de los mirones, comienza a elevarse un par de metros de la vereda y termina su acto simplemente desapareciendo… Y apareciendo nuevamente para mover su cola y lamerle las manos y las caras a Juan y Pedro.
Ocurre que la mayoría de los caminantes de la gran ciudad van tan absortos en sus complicados problemas económicos y existenciales que andan como ciegos por las calles, con sus cabezas gachas y bien metidas entre los hombros, asustados y silenciosos. No ven al perro y sus milagros. Pero los pocos que no le temen a la vida y a sus semejantes y tienen los sentidos bien abiertos, aplauden, dan unas moneditas a Juan y a Pedro y le hacen cariño a Rodrigo.
Luego los niños se van a comprar un poco de pan y Cola Cola y vuelven a su fría y triste morada bajo el puente.
Este peculiar trío conoce casualmente a un amigo mío, Mario Benedictus, que vive al otro lado de la ciudad. El sector donde hay casas grandes con árboles y jardines, el cielo es celeste y calientito y siempre hay sendas cazuelas de ave sobre las pulidas mesas de los comedores.
Mario es uno de esos personajes con los sentidos bien abiertos. Es un artista tan sensible que llora cuando abre un tubo de óleo verde para pintar o ríe a carcajadas cuando ve a la cordillera fresca y nevadita por las mañanas.
Un día iba pasando en su auto por una esquina donde un grupito observaba a Rodrigo levitar y conversó con los niños. Se enteró de sus vidas, de los milagrosos talentos de Rodrigo, y les sacó una foto sin no antes darles un reluciente billete de diez mil pesos.
Mario y yo nos conocemos desde niños y seguimos siendo amigos aún, en que yo vivo al otro lado del mundo, aquí en la cabeza del planeta, en el célebre barrio milagrero de Valby, reino de Dinamarca. El me llamó por teléfono el otro día para contarme acerca de los niños y su perro y me dijo que me los iba a enviar por avión para que conocieran la famosa Calle Larga de Valby,
cuna y lugar de encuentro de todos los milagreros del mundo.
Llegaron un poco atontados por el larguísimo viaje, pero con los ojos bien abiertos observando los edificios de ladrillos rojos y techos de cobre verde y los gigantescos daneses rubios con sus pequeños bebés pálidos y calvos en una bolsa en las espaldas.
El perro ignoró displicentemente al reino danés y levantaba una pata cada vez que veía un poste o un semáforo.
Lo primero que hice fue servirles grandes porciones de frikadeller con kartofler y salsa de chili og créme fraiche. Para mi sorpresa no quisieron comer este distinguido plato danés que tradicionalmente se prepara a las visitas distinguidas. Ellos prefirieron comer mi pan negro y tomar agua de la llave. Rodrigo devoró todas las frikadeller.
Luego fuimos a pasear por la célebre Calle Larga de Valby.
Para gran sorpresa de los tres se desató una fenomenal tormenta de nieve. La Calle Larga se cubrió de blanco. Rodrigo se revolcó en ella cantando twist and shout con un perfecto acento liverpooliano. Todos los niños salieron de sus casas e invitaron a Juan y Pedro a jugar a la guerra de las pelotas de nieve pero mis amiguitos declinaron amablemente diciéndoles a través de mí que odiaban las guerras.
Y ahí estaban los milagreros de Valby, activos y eufóricos como siempre.
Gerda, la mujer de los tatuajes móviles nos saludó con alegría y nos mostró sus pechos y sus nalgas cubiertos por maravillosos veleros de colores que se trasladaban de un lugar de su robusto cuerpo hacia el otro. Y los fieros vikingos y vikingas con sus vikinguitos volando como globos de gas entre las nubes blanquísimas. Fedora, la medusa griega, hipnotizaba a la concurrencia con sus ojos de diamantes verdes, haciéndolos saltar de un lado a otro como cangurúes. Per, el organillero sueco, como siempre produciendo fantasmas de gente famosa cada vez que giraba su manivela. Y el otrora perdido Pedro el Vagabundo, viejo milagrero originario de La Ciudad del Valle que luego de tirarle kilos de monedas de bronce romano a los grupos de observadores, reconoció por instinto natural a sus compatriotas Juan y Pedro y Rodrigo.
Los saludó y abrazó efusivamente y Rodrigo se sentó tranquilamente, meneó la cola, cantó All you need is love, levitó, desapareció y volvió a aparecer al lado mío como si fuera la cosa más natural del mundo. Causó sensación y los tres fueron remunerados con huesos con carne, tarjetas de crédito y monedas de plata sterling 24 de enorme valor en los mercados bancarios mundiales.
Y estuvieron aquí en La Calle Larga todo el día y toda la noche compartiendo momentos felices con los otros milagreros, los niños de las guerras de bolas de nieve y los paseantes, haciéndose además muy muy ricos.
Volvimos a mi casa al amanecer y alguien había construido un gigantesco hombre de nieve en mi jardín. Rodrigo lo inspeccionó, levantó una pata y lo orinó.
Cesó de nevar y salió el sol pálido y tímido del invierno danés. Yo les propuse quedarse a vivir en el reino de Dinamarca para siempre pero me dijeron que no, gracias. Ya extrañaban mucho su Puente Colo Colo, sus compañeros de vida, su Ciudad del Valle y sus habitantes silenciosos y emproblemados.
Llamé a Mario Benedictus por teléfono y le comuniqué las últimas novedades. Los niños querían volver lo antes posible. Sufrían de nostalgia.
Les regalé un teléfono celular para que me llamaran de vez en cuando y me dieron un abrazo que me hizo llorar de emoción. Rodrigo me dio un efusivo beso en la boca.
Los milagreros de La Calle Larga de Valby nos acompañaron al aeropuerto para despedirlos y ayudar a cargar las bolsas llenas de dinero y huesos carnosos. Pero Juan y Pedro, antes de subir al avión, regalaron toda su fortuna a la asombrada concurrencia.
Y ahí están ahora de regreso. Sus vidas no han cambiado mucho. El viaje a Valby fue una ráfaga onírica, una visita fugaz a otro mundo. No sé de qué les habrá servido. No creo que les haya hecho daño. Su firme lealtad con el puente y sus amigos y la Ciudad del Valle me impresiona y me hace pensar que estos niños saben lo que hacen y lo que quieren. Y no es el reino de Dinamarca, en todo caso.
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