"Confiesa, hijo de perra!", me gritaban.
Busqué refugio en el Café Ciré donde Piérre, el dueño francés, me escondió entre el tumulto de bebedores asiduos, alegres fantasmas y milagreros felices. John F Kennedy y Marilyn me ofrecieron refugio pero fueron interrumpidos por el magnífico fantasma de Sitting Bull quien con una letanía indígena me puso su cielo de los espíritus a mi disposición.
El guerrillero chileno Manuel Rodríguez me ofreció refugio en su guarida y Mao en la vieja muralla China.
No tuve tiempo de aceptar sus ofertas pues un borracho pero sonriente Federico García Lorca me puso una mano en mi hombro diciéndome "Ven conmigo, viejo, ahí de donde vengo no hay fantasmas sino ángeles. nadie se atreverá a perseguirte, ni siquiera los cerdos negros que asesinan a corderitos blancos".
Justo en ese momento irrumpieron los fantasmas como jabalíes salvajes y tuve que escapar espantado por la puerta trasera del café.
Ahora, oculto en mi casa, tiemblo de terror y de frío. Todos esos seres monstruosos golpean mi puerta y en mis ventanas. Está oscuro y faltan aún cinco horas para que amanezca. Mi teléfono no funciona y los vecinos están de vacaciones. Me siento solo y vulnerable.
¿Qué querrán que confiese? Mis pecados han sido todos veniales y si se me olvida algún pecado mortal, será porque jamás los cometí.
"¡Confiesa, hijo de perra!", insisten encolerizados.
Confieso que me avergonzaba de mi padre cuando iba a visitarme al colegio, borracho. También debo confesar que lo sorprendí varias veces limpiándose las huellas de lápiz labial para que mi madre no lo sorprendiera.
Confieso que le robé cinco centavos a mi abuelo mientras dormía la siesta. Confieso también que oculto tras la puerta de la cocina, lo vi amenazando a Marta, la niña de la casa, para que se acostara con él so pena de perder su humilde trabajo.
Confieso que le mentí al sacerdote en la confesión cuando me hizo la eterna pregunta: "¿has tenido malos pensamientos o deseos sucios?" Pero yo confieso que lo vi manoseando a un pequeño niño en la sacristía.
Confieso que le hice trampas a mi profesora en un examen de matemáticas. Pero yo confieso además que la vi seduciendo a un joven alumno en el gimnasio de mi colegio.
Confieso que me hice el enfermo ante mi médico de cabecera para no tener que ir a clases. Pero el mismo médico intentó violar a mi madre una noche en que hizo una visita a mi casa porque yo volaba de fiebre.
Confieso que mientras el policía de la esquina me estaba dando la espalda, crucé la calle con luz roja. Pero a él lo vi torturando con su pistola de servicio a un viejo vagabundo.
Pensé ingenuamente que mis confesiones los calmaría, pero me equivoqué.
Ahora estos horribles seres quieren derribar mi puerta, entrar por las ventanas e incendiar el techo de mi casita de madera.
Grito "¡Mamá!" con todas mis fuerzas y se produce un silencio divino. Como por arte de milagro la hermosa figura de mi madre aparece en mi dormitorio haciendo desaparecer a los enloquecidos fantasmas.
"No te asustes hijo del alma; es solamente una pesadilla".
Despierto sudando. Ella pone su mano en mi frente constatando que tengo fiebre.
"Estás enfermo. Voy a llamar al médico".
"Mamá, ¿dónde está mi papá?"
"No sé hijo, aún no ha llegado... Tú sabes que siempre regresa muy tarde".
"No llames al médico, mamá ¡Por favor...!"
Arte visual de Ian Welden.
Publicado por REVISTA LITERARIA ARENA Y CAL ESPAÑA
http://www.islabahia.com/arenaycal/2010/168_febrero/ian_welden168.asp
El final es de lujo, Ian.
ResponderBorrarEstaba por decir que todos, absolutamente todos tenemos "pecados". Pero al llegar al final me he quedado impactada.
Pobre niño, le quedan tantos cosas que padecer...
Abrazos desde una Sevilla más que lluviosa
El que esté libre de culpa que tire la primera piedra.
ResponderBorrarSaludos desde una Huelva tan lluviosa como Sevilla.
¿Quién habló de pecados?
ResponderBorrarImpresionante e inesperado final. Buen broche para un buen relato.
Besos Ian.