Fotografía y diseño de Ian Welden. |
"En memoria del genial y generoso Pelayo Gajardo, que en paz descanse.
Y para todos los niños y niñas del mundo que no tienen un padre o una madre, pero sí un noble tío o tía que los quiera y los cuide"
Dejé de tener padre a la edad de diez años. Él regresó a su país y no volví a verlo. El dolor tan profundo por la separación lo llevo intacto en algún lugarcito de mi alma.
El hermano de mi abuela Graciela, el tío Pelayo, asumió la tarea de ser mi figura paternal. Era mi tío preferido y siempre me invitaba a su vieja casa en el pueblecito de Papudo, litoral chileno. Debido a los terremotos era una vivienda embrujada de las películas de Walt Disney. Pero en medio de la alegría siempre había un lugar para mí entre mis primos, primas, tíos y tías.
Todo el tiempo vestía los mismos traje, corbata y zapatos envejecidos. Y un maletín, de cuero de dinosaurio, decía él, por lo avejentado. Pero no faltaba comida para doce personas o más, y braseros en los dormitorios para el frío en las gélidas noches del Océano Pacífico. Ni algún dinero para comprar caramelos Ambrosoli.
Su automóvil era una ambulancia que encontró abandonada en un basurero. Con paciencia la limpió y reparó hasta hacerla funcionar. Incluyendo la sirena. Y el viaje de inauguración del vehículo lo hicimos con serpentinas y globos a alta velocidad por las polvorientas calles de Papudo. La sirena asustaba a las aves, chanchos, caballos y otros seres comunes en la vida del pueblo.
En Papudo me enamoré por primera vez de mi prima Sarita. ¡Ay, qué terrible, señor! Era un amor platónico correspondido. En la playa, recogíamos envoltorios de caramelos Ambrosoli para nuestra fingida colección. Nos mirábamos poco a los ojos porque cuando lo hacíamos un destello de luz nos cegaba y ruborizaba.
En los atardeceres trepábamos por las rocas de la playa y teníamos nuestro lugar predilecto cerca de los botes ya amarrados para la noche. Ahí entonábamos canciones de moda tales como "Mi amor, mi corazón, eres tan bella, como un melón..!"
Todavía y ya en mi vejez me duele el alma cuando la escucho en la radio. No recuerdo qué sucedió con nuestro amor. Creo que nos perdimos en los recovecos de la vida... Recuerdo también a mi prima Isabel, muy hermosa y de ojos verdes. Tenía mi edad, diez años, y éste era un amor sensual pero jamás consumado. Un día, en una de las carpas que se usaban para cambiarse de ropa, me bajó el traje de baño y ahí estuvimos, de pie el uno frente al otro con los ojos cerrados...sin saber qué más hacer.
Mi tío me enseñó a peinarme como adulto. Mis padres no se habían ocupado de ese detalle y mi cabello muy largo caía revuelto sobre mis anteojos y orejas. Él me llevó a la peluquería y ahí después que me cortaron un kilo de pelo, sacó su peineta del bolsillo: "De este lao pa´la izquierda y aquí te hacís la partidura. Y este lao pa´la derecha y quedai macanudo!"
Me acuerdo de él cada vez que me peino.
Por las noches íbamos todos a pescar al destartalado muelle de Papudo . Una vez me caí al agua. Habría tres metros de altura desde la plataforma del muelle al mar. Me estaba ahogando entre la gritería de mis primos y de los pescadores. En medio de mi angustia, apareció mi tío en el agua, con su traje, corbata y zapatos. Mi héroe salvó mi vida
Él venía a visitar a mi madre en Santiago, . Su llegada en su ambulancia causaba risa o espanto entre mis vecinos. Generalmente planificaban con mi madre, abuelo y abuela, mi próxima estadía en Papudo, lo que me alegraba porque podría ver a Sarita e Isabel nuevamente.
Mi adolescencia me llevó a vivir a otros países y perdí contacto con él. En Barcelona viví un año y desde ahí me trasladé a Copenhague. Cuando viajé a Chile hablamos por teléfono y quedamos en encontrarnos en el Kika, un café restaurante muy famoso en la calle Providencia, cerca del inmundo Canal San Carlos, en Santiago de Chile.
Nuestra reunión fue triste. Me contó de la muerte de su adorada esposa, la tía Gary. Lucía muy viejito, con un bastón. Le pregunté por la ambulancia y nos reímos.
La soledad lo embrujaba. Este hombre genial y generoso, que una vez fue el espíritu vivo de varias generaciones en nuestra familia, había sido abandonado por nosotros cuando más nos necesitaba. Sentí vergüenza y se lo dije. El guardó silencio.
Nos dimos un gran abrazo y se fue de mi vida apoyado en su viejo bastón, seguramente a golpear en alguna puerta para mendigar una tacita de té y un gramo de compañía.
Hola Ian, tienes que disculparme, por no visitarte en estos momentos, pero ando con un asunto entre manos,el cual está ocupando casi todo mi tiempo,te explico brevemente, voy abrir una parafarmacia y estoy estudiando los pro y contras...Es por este motivo que ando muy escasa pero que muy escasa de tiempo.Cuando todo este en armonía vendré más a menudo a visitarte.Te mando en alas del viento un gran abrazo.
ResponderBorrarEs triste hacerse viejo y no recibir lo que se ha dado... Me gustó tu relato y me entristeció al tiempo. Llevamos una vida demasiado centrada en vivirla nosotros, en pensar en nosotros mismos, y muchas veces perdemos ese Norte humano que nos debe llevar a pensar en los demás.
ResponderBorrarUn abrazo grandote.
Este, como tantos otros muchos de tus relatos, llevan incorporada una gran moraleja, amigo Ian. La vida en sí misma esta llena de moralejas. Cuando somos jóvenes vivimos por y para nosotros (la ley del egoismo). A medida que envejecemos, los conceptos cambian, y mucho, empezamos a ver claro, lo que ocurre es que esa claridad, por ley de vida, nos llega demasiado tarde casi siempre.
ResponderBorrarUn abrazo desde esta ciudad Barcelonesa que es Gavá. (cuando tu estuviste en Sant Boi, Gavá no estaba considerada como ciudad, era un pueblecito, pero el tiempo la ha convertido en una ciudad muy linda.)
Un abrazo
FINA
Creo que muchos a esa altura de la vida suelen mendigar un gramo de compañía que es lo que más necesitan.
ResponderBorrarUn relato que trae parte de tu vida a nuestro conocimiento y siempre es grato conocerte un poquito mas.
Un placer leerte mi querido Ian, te dejo un fuerte abrazo, buen fin de semana!