sábado, 27 de agosto de 2011

Yo pecador-Poema de Ían Welden R.(1945-2013)



Yo pecador me confieso,
fui yo quien lanzó el piano
desde el quinto piso
matando a mi apacible vecino
de la planta baja
mientras reparaba tranquilamente
su noble bicicleta oxidada.
Era un hombre demasiado bueno
siempre sonriendo y cantando,
ayudando al prójimo,
asistiendo puntualmente a la iglesia,
participando en las aburridas reuniones
de la junta de vecinos,
y haciendo colectas para el África.
Lo hice adrede
porque el cartero no me trajo
la tan esperada carta de mi amada
y el sol no salió ese día
y el banco rechazó con prepotencia
mi petición de préstamo
y la carrera armamentista,
la crísis económica,
el calentamiento global,
la epidemia de las aves
y el apocalipsis,
etcétera.

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Montaje fotográfico: Ian Welden.

Poemario Cosas de hombres
Mayo 2009

martes, 16 de agosto de 2011

SOLEDAD MI AMANTE TRAIDORA

Porque la soledad
con su mortaja totalitaria
se alimenta de mi alma
debo caminar por su sendero.
Ya no existe otro cariño
que su estricto cuero invisible,
y a la hora del amor
me evade con risotadas y mentiras.
Soledad la de la sonrisa falsa
que impone sus necesidades dictatoriales
en mis cansadas noches en vela.
Soledad la de las canciones incoherentes
destrozando mi pequeña radio a polvo lunar
en mis amaneceres sin sentido.
Soledad la del rostro esquivo
horadando sin piedad
mis cansado sexo infértil.
Soledad la de la transtornada celotipia
que me vigila obsesionada
cuando en mis tardes rosadas y solitarias
bebo de la leche de las diosas de Valhala.
Soledad la cruel, la suspicaz,
la adúltera, la traidora,
la poderosa compañera de mi vida.
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Dibujo "La Soledad del animal hombre en la sociedad contemporánea" de Ian Welden.
Copenhague 2005.

domingo, 14 de agosto de 2011

LAS PESADILLAS NUESTRAS DE CADA DÍA




Me desperté por la mañana con una reacción alérgica en la piel. Mi cuerpo estaba reseco y arrugado como la corteza de un viejo roble. Los poros mostraban profundidades de pequeños volcanes a punto de entrar en erupción. Tomé el autobús hacia el consultorio de mi doctora. Multitudes agresivas colmaban la Avenida de los Álamos. Eran las ocho y llovía con saña sobre mi barrio San Gabriel. Debía llegar al sector céntrico de Santa Lucía. Hombres y mujeres jóvenes con maletines de cuero de cocodrilo y rostros iracundos se abrían paso a codazos para llegar a sus escritorios. Uno me abofeteó en el rostro y una mujer hermosísima me escupió porque yo le obstruía la pasada.

Los ciclistas enloquecidos, en uso de sus celulares, atropellaban a niñitos incautos. Estos mismos niños daban puntapiés a los cochecillos de las guaguas exclamando groserías. Las jóvenes madres golpeaban a su vez a los escolares con sus paraguas o sus zapatos con tacones de aguja.

Logré colgarme del autobús. El chofer frenaba adrede para que los ancianos perdieran el equilibrio y dieran contra los asientos y el piso. Los ancianos a su vez azotaban con sus bastones a los inmigrantes y estos vandalizaron el autobús y lincharon al chofer. Me alejé del vehículo en llamas y subí a saltos las escalas del consultorio. La sala de recepción estaba atestada de seres monstruosos y agresivos. La mayoría eran hombres adultos que vociferaban sus dolencias, defecaban en el suelo y lanzaban las sillas y mesas de la sala contra las paredes.

Me acerqué a la recepcionista y, con miedo, le entregué mi tarjeta del seguro social. Me preguntó descortésmente cuál era mi problema. Se me había olvidado la razón de mi visita al médico. Me insistió a gritos y yo le mostré mis brazos resecos. La alergia  había invadido mis mejillas, ojos, boca. El dolor era insoportable y mi sangre formó una repugnante poza en el piso. Esto enfureció a la secretaria quien me obligó a lavar el suelo de la clínica. Horas después, la doctora, una mujer joven y hermosa, que suele ser atenta y sonriente,  me miró de reojo, me lanzó una receta (Locoid 1% -emulsión) y a empujones me sacó de su despacho.

Con mi ropa ensangrentada salí, por fin, a la Calle Santa Lucía. Viejos deformes se abrían paso sin piedad entre la multitud en sus pequeños coches eléctricos y derribaban a los transeúntes. Sus ojos eran blancos y sin vida, sus bocas desdentadas llenas de espuma amarilla.
Perros salvajes me clavaron los dientes al subir al autobús. El viaje de regreso a San Gabriel demoró cinco horas, habitualmente demora una. El vehículo estaba lleno de soldados con ametralladoras automáticas y sus rostros ocultos por pasamontañas negros. En las solapas de sus uniformes de combate llevaban la insignia de una calavera rodeada por un sinfín de estrellitas blancas.

Entré desesperado a la farmacia  a buscar mi medicina.  Mis mejillas explotaban como pequeñas bombas. El farmacéutico, un enano jorobado y tuerto se negó a atenderme con el pretexto de que yo era una persona indeseable. Intenté increparle su absurdo comportamiento cuando en ese instante entró un sargento con cuatro soldados. Ellos me abofetearon con crueldad, me esposaron y me sacaron a la calle a puntapiés.

La Avenida de los Álamos había sido ocupada por algún ejército extranjero. Hileras de cadáveres quemados yacían por doquier y gente corría perseguida por las metrallas de los soldados invasores. Bombas destruían hospitales y colegios.

El sargento me empujó contra una muralla y me susurró con acento extranjero, con su revólver clavado en mi estómago: "¡Dame nombres, hijo de puta! ¡NOMBRES!". Luego me introdujo su arma en mi boca ensangrentada y apretó el gatillo. Escuché una pequeña explosión, vomité y desperté sobre un montículo de viejos, mujeres, niños y bebés. Algunos estaban totalmente quemados y otros, como yo, quejumbrosos y agonizando.
Logré levantarme y tambalear desapercibido entre cadáveres, soldados psicóticos, hordas de refugiados, incendios y humaredas, hasta mi casa.
Aquí estoy ahora oculto entre los escombros de mi hogar, lamiéndome las heridas y sintiendo mucha pena por mi mismo. Sin embargo y a pesar de todo, muero esperanzado, observando cómo mis poros se han abierto y de ellos crecen plantas vitales, flores multicolores, árboles robustos y gigantescos y hombres y mujeres jóvenes, millones de ellos, hermosos y descontaminados.
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Montaje fotográfico de Ian Welden, Copenhague 2001




martes, 9 de agosto de 2011

CRUDA FOTOGRAFÍA DE UNA GUERRA LEGAL

En los años noventa una de las guerras civiles más violentas y brutales de la historia se desarrolló en la Península de los Balcanes. Monitoreada por las Naciones Unidas, para evitar y denunciar "crímenes de guerra" -como si la guerra en sí misma no fuera un crimen, el más horroroso de todos- las víctimas fueron primordialmente mujeres. Millares de mujeres jóvenes y niñas pequeñas fueron torturadas, violadas y asesinadas por ambos bandos del infame conflicto bélico.
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Ibas por los bosques, pequeña Vildana,
recogiendo flores y tarareando "give peace a chance"
cuando de pronto y como si fuera una pesadilla
escuchaste los gritos salvajes
de tu madre, Nerkesa.
Ella fue interceptada
por una sonriente patrulla
de quince jovencitos
vestidos de plomo oficial.
Y, Vildana, llegaste a tiempo
para presenciar la escena bestial.
                                                     Nerkeza tendida entre las piedras
                                                     azotada y apedreada
                                                     hasta la inconscienda.
                                                     Y lo quince soldaditos de plomo
                                                     con sus penes erguidos
                                                     goteando bestialidad.
Un búho cantó su advertencia
desde su atalaya en los pinos
y los quince monstruos huyeron riéndo
a buscar alabanzas y medallas
en el poderoso bunker de la canallada.
Recogiste a tu madre
con caricias y abrazos
y la arrastraste con suaves palabras de amor
hasta el policlínico de la Cruz Roja.
Ahí te dieron bizcochos de ilusión, Vildana,
y a Nerkeza un parche curita
para palear la herida en el alma
y cicatrizar con agua bendita
lo que nunca podrá cicatrizar.
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Arte visual "Los Héroes de la Bestialidad", Ian Welden. Copenhague 2002.