domingo, 14 de agosto de 2011

LAS PESADILLAS NUESTRAS DE CADA DÍA




Me desperté por la mañana con una reacción alérgica en la piel. Mi cuerpo estaba reseco y arrugado como la corteza de un viejo roble. Los poros mostraban profundidades de pequeños volcanes a punto de entrar en erupción. Tomé el autobús hacia el consultorio de mi doctora. Multitudes agresivas colmaban la Avenida de los Álamos. Eran las ocho y llovía con saña sobre mi barrio San Gabriel. Debía llegar al sector céntrico de Santa Lucía. Hombres y mujeres jóvenes con maletines de cuero de cocodrilo y rostros iracundos se abrían paso a codazos para llegar a sus escritorios. Uno me abofeteó en el rostro y una mujer hermosísima me escupió porque yo le obstruía la pasada.

Los ciclistas enloquecidos, en uso de sus celulares, atropellaban a niñitos incautos. Estos mismos niños daban puntapiés a los cochecillos de las guaguas exclamando groserías. Las jóvenes madres golpeaban a su vez a los escolares con sus paraguas o sus zapatos con tacones de aguja.

Logré colgarme del autobús. El chofer frenaba adrede para que los ancianos perdieran el equilibrio y dieran contra los asientos y el piso. Los ancianos a su vez azotaban con sus bastones a los inmigrantes y estos vandalizaron el autobús y lincharon al chofer. Me alejé del vehículo en llamas y subí a saltos las escalas del consultorio. La sala de recepción estaba atestada de seres monstruosos y agresivos. La mayoría eran hombres adultos que vociferaban sus dolencias, defecaban en el suelo y lanzaban las sillas y mesas de la sala contra las paredes.

Me acerqué a la recepcionista y, con miedo, le entregué mi tarjeta del seguro social. Me preguntó descortésmente cuál era mi problema. Se me había olvidado la razón de mi visita al médico. Me insistió a gritos y yo le mostré mis brazos resecos. La alergia  había invadido mis mejillas, ojos, boca. El dolor era insoportable y mi sangre formó una repugnante poza en el piso. Esto enfureció a la secretaria quien me obligó a lavar el suelo de la clínica. Horas después, la doctora, una mujer joven y hermosa, que suele ser atenta y sonriente,  me miró de reojo, me lanzó una receta (Locoid 1% -emulsión) y a empujones me sacó de su despacho.

Con mi ropa ensangrentada salí, por fin, a la Calle Santa Lucía. Viejos deformes se abrían paso sin piedad entre la multitud en sus pequeños coches eléctricos y derribaban a los transeúntes. Sus ojos eran blancos y sin vida, sus bocas desdentadas llenas de espuma amarilla.
Perros salvajes me clavaron los dientes al subir al autobús. El viaje de regreso a San Gabriel demoró cinco horas, habitualmente demora una. El vehículo estaba lleno de soldados con ametralladoras automáticas y sus rostros ocultos por pasamontañas negros. En las solapas de sus uniformes de combate llevaban la insignia de una calavera rodeada por un sinfín de estrellitas blancas.

Entré desesperado a la farmacia  a buscar mi medicina.  Mis mejillas explotaban como pequeñas bombas. El farmacéutico, un enano jorobado y tuerto se negó a atenderme con el pretexto de que yo era una persona indeseable. Intenté increparle su absurdo comportamiento cuando en ese instante entró un sargento con cuatro soldados. Ellos me abofetearon con crueldad, me esposaron y me sacaron a la calle a puntapiés.

La Avenida de los Álamos había sido ocupada por algún ejército extranjero. Hileras de cadáveres quemados yacían por doquier y gente corría perseguida por las metrallas de los soldados invasores. Bombas destruían hospitales y colegios.

El sargento me empujó contra una muralla y me susurró con acento extranjero, con su revólver clavado en mi estómago: "¡Dame nombres, hijo de puta! ¡NOMBRES!". Luego me introdujo su arma en mi boca ensangrentada y apretó el gatillo. Escuché una pequeña explosión, vomité y desperté sobre un montículo de viejos, mujeres, niños y bebés. Algunos estaban totalmente quemados y otros, como yo, quejumbrosos y agonizando.
Logré levantarme y tambalear desapercibido entre cadáveres, soldados psicóticos, hordas de refugiados, incendios y humaredas, hasta mi casa.
Aquí estoy ahora oculto entre los escombros de mi hogar, lamiéndome las heridas y sintiendo mucha pena por mi mismo. Sin embargo y a pesar de todo, muero esperanzado, observando cómo mis poros se han abierto y de ellos crecen plantas vitales, flores multicolores, árboles robustos y gigantescos y hombres y mujeres jóvenes, millones de ellos, hermosos y descontaminados.
.
Montaje fotográfico de Ian Welden, Copenhague 2001




4 comentarios:

  1. Ian, qué relato!!!
    Así están las cosas en este mundo. Lo has llevado al extremo crudo, pero sutilmente esa base está y a veces parece que todo va a saltar por los aires.
    El final me ha gustado mucho porque la esperanza y la buena onda vuelven a brotar.
    Ojalá broten por todas partes, falta hace.

    Besos, que tengas una buena semana

    ResponderBorrar
  2. morir con esa certeza, la de renacer en lo puro de una flor, la fuerza un árbol o en almas limpias y nobles, es todo un aliciente!

    relato intenso, amigo.

    un fuerte abrazo.

    ResponderBorrar
  3. Afortunadamente fueron solo pesadillas.

    Me encantó tu resurrección.

    Saludos cordiales.

    Un fuerte abrazo.

    ResponderBorrar
  4. Que buen realto, menos mal que era un sueño.

    Besos

    ResponderBorrar