lunes, 5 de diciembre de 2011

LA ESPERANZA NUESTRA DE CADA DÍA



Me desperté por la mañana con una reacción alérgica en la piel. Mi piel reseca como un viejo roble  mostraba profundidades de volcanes a punto de entrar en erupción.

Me dirigí al consultorio de mi doctora. La Avenida de los Álamos estaba llena de multitudes agresivas. Serían como las ocho y llovía con saña sobre mi barrio de San Gabriel. Debía llegar al sector céntrico de Santa Lucía. Hombres y mujeres jóvenes con maletines de cuero de cocodrilo y  se abrían paso a codazos para llegar a sus escritorios y sus computadoras.
Uno de ellos  me abofeteó el rostro y una mujer hermosísima me gritó y  escupió  porque yo no le podía dar la pasada .
Los ciclistas distraídos con sus celulares atropellaban a niñitos incautos. Estos propinaban puntapiés a los cochecillos de las guaguas. Jóvenes madres golpeaban a su vez a los escolares con sus paraguas.

Logré colgarme del autobús. El chofer condujo a través de la ciudad frenando a
propósito para que los ancianos perdieran el equilibrio y se golpearan. Los ancianos a su vez azotaban con sus bastones a los inmigrantes y estos vandalizaron el autobús y lincharon al chofer.
Me alejé del vehículo en llamas y subí a saltos las escalas del consultorio. La sala de recepción estaba atestada de seres monstruosos y agresivos. La mayoría eran hombres adultos que vociferaban sus dolencias, defecaban en el piso y destrozaban los muebles.
Temeroso, entregué mi tarjeta plástica del seguro social a la recepcionista. Me preguntó descortésmente cual era mi problema. Se me había olvidado la razón de mi visita al médico. Ella  insistió a gritos y yo le mostré mis brazos resecos, dándome cuenta de que la alergia ya había invadido mis mejillas, ojos, boca. El dolor era insoportable y mi sangre formó una poza en el piso. La secretaria me obligó a lavar  los suelos de la clínica.
Horas después, la doctora, una mujer joven y hermosa, me recibió a empujones. Sin revisarme me lanzó una receta (Locoid 1% -emulsión) y a empellones me expulsó de su despacho.

Con mi ropa ensangrentada salí por fin a la Calle Santa Lucía. Ancianos deformes se abrían paso con sus pequeños coches eléctricos, derribando a los transeúntes. Sus ojos eran blancos y sin vida, sus bocas sin dientes llenas de espuma amarilla.
Perros salvajes me clavaron sus dientes al subir al autobús. El viaje de regreso a San Gabriel duró cinco horas, cuando habitualmente demoro una. El autobús lo ocupaban soldados con pasamontañas negros y ametralladoras. En las solapas de sus uniformes verdes de combate llevaban la insignia de una calavera rodeada por un sin fín de estrellitas blancas.
Desesperado, llegué a una farmacia  por medicamento. Mis mejillas explotaban como pequeñas bombas suicidas. El farmacéutico, un enano jorobado y tuerto, se negó a atenderme con el pretexto de que yo era una persona indeseable. Intenté increparle su comportamiento cuando entró un sargento con cuatro soldados. Me abofetearon, me esposaron y me sacaron a la calle a puntapiés.

La Avenida de los Álamos había sido ocupada por algún ejército extranjero. Hileras de cadáveres quemados yacían por doquier y gente corría perseguida por las metrallas de los soldados invasores. Bombas destruían hospitales y colegios.
El sargento me empujó contra una muralla y me gritó, con su revólver clavado en mi estómago: "Dame nombres, hijo de puta! ¡NOMBRES!". Me introdujo el arma en mi boca ensangrentada y apretó el gatillo. Escuché una explosión, vomité y desperté sobre un montículo de viejos, mujeres, niños y guaguas. Algunos estaban totalmente quemados y otros, como yo, quejumbrosos y agonizantes.
Logré avanzar desapercibido entre cadáveres, soldados psicóticos, hordas de refugiados e incendios s hasta mi casa.

Y ahora, estoy aquí, oculto entre los escombros de mi hogar. Lamo mis heridas y siento mucha pena por mí mismo. Sin embargo y a pesar de todo, muero esperanzado, mientras mis poros se han abierto.  De ellos surgen plantas vitales, flores multicolores y árboles robustos. Y, lo mejor,  millones de  hombres y mujeres jóvenes, hermosos y descontaminados.

Montaje fotográfico "SE VENDE UNA GUERRA": Ian Welden, copenhague 2001.

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6 comentarios:

  1. Qué horror.
    Mientras leía pensaba que algo así se está fraguando, algo que comenzó así con mi "avenate" y con el tiempo se convirtió en tu "esperanza nueva de cada día)

    Menos mal que al final el florecimiento llegará, aunque, a qué precio...

    Abrazos

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  2. Una total pesadilla que se pide a gritos despertar...habrá esperanza, para tanta crueldad?

    Un gran abrazo Ian!

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  3. siempre habrá esperanza, en ella sostenemos nuestro mundo

    abrazo grande Ían
    pasa un marte precioso

    besitos y luz

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  4. Y es lo único que no se pierde!

    Felices fiestas! Hermoso!

    =) HUMO

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  5. Querido Ian,

    Ha medida que he ido leyendo he podido sentir, imaginar,visualizar,hasta percibir el olor de esas calles de Santiago, las escenas estan perfectamente descritas, el dolor y angustias que queramos o no, estan en todas partes

    Mi muy querido y valioso amigo eres un maestro de la pluma, sabes dar vida a las palabras y hacerlas penetrar en nuestros sentimientos.

    Un abrazo querido amigo,

    Cambridge vio un poquito de nieve anoche.Los jardines se vistieron de blanco para recibir el nuevo dia

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  6. Maravilloso escrito.
    Escalofriante realidad si no se logra parar a tiempo tanta locura y crueldad.
    Saludos.

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